Llegar a la Paz es impactarse con otra realidad boliviana. Es una ciudad bellísima. Se encuentra en un valle, rodeada de montañas repletas de viviendas, con el fondo de la Cordillera siempre nevada. Por las noches, sólo se ven las luces de las casas que se sostienen en el fondo oscuro, confundiéndose con centenares de estrellas.
Si bien es una ciudad organizada, donde no falta nada, es caótico el tráfico, donde los colectivos frenan en cualquier lugar bajando pasajeros y subiéndolos, a ruido de bocina y gritos indicando su destino.
Habíamos viajado toda la noche en bus, y a pocas horas de llegar, notamos que estaba nevando. ¡Gran sorpresa de abril! Después de buscar un lugar para dormir, enseguida salimos con Cecilia, mi hermosa compañera, a recorrer sin rumbo.
Lleno de museos e iglesias impresionantes, estuvimos todo el día caminado, parando sólo para comer en un lugar popular. Sopa de cabeza. Consistía en disponer media cabeza de cabrito en el plato y sumergirla con un baño de caldo del mismo animal, acompañado de una mazorca de maíz blanco, con granos de considerable tamaño. Quedamos fascinados.
Por la tarde llegamos al mercado (ya famoso por la venta de libros usados.) Encontramos un edificio de cuatro pisos, comunicado por rampas centrales, donde podíamos comprar todo lo que hace falta en el hogar. Lo que más me llamó la atención fue la amplia variedad de papas, en especial una de color negra, con piel lisa y suave, que hasta podía lustrarse con Cobra.
Ya tenía el menú, ¡una degustación de papas! ¿Y si hacemos unos ñoquis? ¿Por qué no? Así que compramos seis variedades de papa, crema de leche, ajo y tres variedades de ajíes picantes rocoto (verde, rojo y amarillo).
En el hotel, lavé las papas y las dispuse en agua fría con sal. Por otro lado, corté en juliana los ajíes (uno de cada color) y los dispuse, con dos dientes de ajos enteros, a reducir a fuego suave con la crema de leche.
Los tubérculos fueron saliendo de a uno en la medida que cedían a la punta del cuchillo.
Ansioso por probarlas las partí a la mitad y las examiné como un cirujano en su primera operación. Diferentes colores, dibujos, aromas y texturas invadieron mis sentidos. La negra, vedette de la noche, por dentro era muy blanca y ofrecía una textura arenosa, con mucho almidón y poca humedad, que en la boca, se empastaba notablemente.
Sorpresa me llevé con una colorada que tenía un color amarillo tenue con más humedad y sabor a mantequilla. ¡De no creerlo! Parecía que estaba condimentada con ese lácteo.
Las demás, no me sorprendieron, pero yo hubiese cenado sólo eso. En cambio, mi amada esperaba reponer fuerzas con sus ñoquis. Ya era de noche y el fríose hacia sentir.
Rapidito entonces, ya preparaba la cama en mi cabeza. Pisando las papas y picando con un cuchillo las pieles, logre un puré sin grumos y bastante seco, y no hizo falta demasiada harina para realizar el empaste en un minuto.
Preparé el jacuzzi con sal gorda, para que mis ñoquis se fueran relajando y a medida que estaban listos, los pasaba a su cama de crema blanca y ardiente. En un sillón, sólo con la luz de un fogón, nos contábamos cuentos y los más pequeños fueron durmiéndose, uno a uno, dentro de nuestras bocas.
Chef Franco Baravalle.