Por Alejandro Maglione (*)
El comienzo
Todo comenzó con un buen amigo que me preguntó sobre cuál me parecía que debía ser el comportamiento con relación al condimento de un plato que nos es servido en un restaurante. Mi amigo me preguntó: ¿es correcto agregarle sal? ¿Está bien que el mozo ofrezca pimienta cada vez que pone el plato en la mesa? Y así divagamos sobre estos importantes y polémicos asuntos, dejando los suficientes claros como para no llegar a nada concluyente, y así poder elegir escribir una nota para abrir una suerte de debate entre los queridos lectores que nunca, por suerte, se guardan una opinión constructiva sobre el contenido de estas líneas.
Las especias supieron tener un valor superior al del oro, y en los siglos XVI y XVII quien controlaba el estrecho de Malaca, paso clave en la «Ruta de las Especias», disfrutaba de un poder inigualable en el tablero político de la Europa de entonces. Las naves de Holanda, Inglaterra, España, libraban batallas despiadadas entre ellas, y contra los corsarios y piratas que infectaban esas aguas.
En su origen, manejar especias en una cocina, era como controlar una magia que permitía enmascarar algunos sabores difíciles en las carnes de caza cuyo consumo se demoraba en ser concretado, y como sucede hoy, permitía desplegar en los platos sabores voluptuosos que llevaban a la consagración a los cocineros que conocieran sus secretos al dedillo. La lógica consecuencia era que los señores no escatimaban esfuerzos para conseguir las que hicieran falta, así sus cuocos ayudaban en la exhibición de su prestigio, señorío y riqueza.
La sal
La historia de la sal comienza cuando el hombre primitivo descubrió sus maravillosas cualidades como conservante. Aquel uso de enorme relevancia en un mundo sin heladeras, se vería complementado por el azúcar a la hora de encarar la conservación de frutas. De aquel uso aprendido de la sal, hoy somos tributarios de deliciosos embutidos como los salames, entre muchísimo otros, y mejor aún, de deliciosos jamones crudos que exigen ser estacionados durante largos meses para alcanzar su punto de maduración perfecto antes de ser consumidos.
El hombre aprendió a escabechar algunos productos tanto cárnicos como vegetales. El aceite, el vinagre, y otros medios sirvieron para que fuera de temporada, se pudieran seguir consumiendo productos que, de no haber recibido algún tipo de tratamiento de la mano humana, sufrían los efectos de una veloz, o no tanto, putrefacción.
Resulta que la sal ahora ha devenido en un producto gourmet de primer nivel. En la era de la Internet y la televisión, basta que alguien levante la perdiz de la «sal marina», para que todos los que desean revalidar su patente de exquisitos, corran enloquecidos a comprarla. Una vez que la sal marina se consigue en cualquier supermercado, entonces se pasa al siguiente paso, que consiste en ver quien consigue la sal más complicada. Así, a las sales especiadas, en el mercado gastronómico se han sumado misteriosos comerciantes de la apreciada sal rosa del Himalaya.
Esta sal desconocida para la gran mayoría de los sencillos mortales, cuesta literalmente una fortuna, viene en un trozo o piedra entera, en un envase que contiene un pequeño rallador, así cada uno ralla la cantidad que desea sobre su plato. Acto seguido, se prueban los ravioles que se beneficiaron con el rallado, y el comportamiento esperado del comensal con curso de sibaritismo aprobado, es una sucesión de «mmmm», «aaaah», y otras exclamaciones que muestran que se está en presencia de un conocedor. También, es una sal que se estima que tiene unos 200 millones de años, y que resultó del apretujón que recibió el lecho marino al chocar el subcontinente que hoy es la India contra el continente asiático. Lo malo es que los peruanos están colocando en el mercado una sal MUY parecida, que llaman sal de Maras, muchísimo más barata.
La pregunta del millón: ¿Es correcto añadir sal al plato del restaurante? Hoy diría que sí, porque por los consejos médicos, que tanta mala prensa le han dado a la sal, los cocineros se cuidan de no salar demasiado sus preparaciones. De donde, partiendo de que la sal es un fantástico saborizante o realzador de sabores, su falta puede complicar el plato a alguien habituado a su uso. Por esto, quizás, no tuvo andamiento la intentona gubernamental de prohibir los saleros en las mesas de los restaurantes.
La pimienta
En todas sus formas y variedades, es la otra reina de la mesa del restaurante porteño. Cuénteme ¿en cuántas casas usted ve el molinillo de pimienta pronto para serle ofrecido a los invitados? Me sobran los dedos de una mano, y eso que contabilizo la mía. Ah, pero llega el plato, aparece el mozo con el adminículo de madera en la mano ofreciéndole un par de vueltas de pimienta recién molida, y son pocos, casi ninguno, que se puedan sustraer a la magia de por un rato posar de sibarita permitiendo que el mozo lo premie con la suave llovizna de polvillo que sale del molinillo.
¿Y qué debe pensar el chef que ha puesto en su plato sus mejores artes para que usted disfrute de un plato con los debidos condimentos y la adecuada proporción de cada uno de ellos? Y, debe pensar que usted es un pelafustán sin paladar. Siempre partiendo de la base de que el 99.7% ni siquiera ha probado el plato que le han servido. Con la sal hay más cautela. Primero pruebo y después, posiblemente, agarro el salero y aplico. Pero con la pimienta no: hasta de pronto, si estoy desprevenido, pido pimienta para el flan con dulce de leche.
Comida indo-asiática
Este es un terreno que, si usted no es asiático o no la tiene a la chef Marta Ramírez a la mano, hay que moverse con mucha más cautela. En los platos comienzan a aparecer especias como el pungente jengibre; la salobre salsa de soja; los indescifrables curries; los chutneys de todo tipo de productos; la salsa de menta; la salsa de ostras y una interminable lista de productos de los que nunca escuchamos hablar, pero que cuando el mozo nos explica que nuestro plato tiene guacatay entre otras cosas, miramos a los otros comensales con cara de: «sin guacatay no hay vida». (Ahora que me acuerdo, el guacatay no pertenece a la comida asiática, pero el ejemplo vale)
Encima, si el condimento de los platos lo miramos desde la óptica de un porteño tipo, no debemos engañarnos: somos, en promedio, unos ignorantes casi totales. Nos movemos bien en el terreno de la sal, la pimienta, la mostaza, el ketchup, el azafrán, algún pimiento morrón, un diente de ajo para la salsa, pero es un camino que nos aleja lentamente del terreno de las especies.
Se asombraría del nivel de ignorancia que tienen los chefs que laboran en la región pampeana sobre los productos que se usan con habitualidad en otras regiones de nuestro país. No vaya lejos, el cilantro es un sabor ajeno a nuestro paladar y del que no hemos logrado enamorarnos. Apure a un chef de esos de la generación intermedia, y pregúntele qué onda con el rocoto. La respuesta será, en la mayoría de los casos: «eso es para la cocina peruana.». Ignoran que en nuestro Noroeste es de consumo habitual y lo llaman «rucutu», pero el pimiento es el mismo de la afamada gastronomía del Perú. ¡Qué se yo!
De variedad a la cantidad
Aquí se transita nuevamente el espeso, tenebroso, discutible, aterrador, camino de pretender escribir sobre el gusto. Todos sabemos que lo que para un porteño tipo es una comida picante, para un niño mexicano de cualquier región de ese país, sería una comida sosa, sin el mínimo sabor que estimule nuestras papilas gustativas.
La cuestión, en realidad, es que sobre el gusto hay mucho escrito. Fíjese, la ciencia de la buena cocina y mejor mesa, es la Gastronomía, y «nomos» quiere decir reglas. Es decir, son las normas o reglas de la preparación de alimentos con algún grado de sofisticación. Si bien la cocina admite el deambular entre productos y proporciones para un mismo plato, la pastelería es estricta: donde dice 100 gramos no hay que utilizar ni una pizca más de lo indicado, so riesgo de que la torta salga hecha una piedra, o finalmente no leude. Dramático.
Conclusión
Con nomos o sin nomos, lo importante es que el plato que vaya a comer le guste a usted. Si está en tierras de condimentos furiosos, la cosa es simple: no los come y listo. No va a andar por ahí con su cara enrojecida y pidiendo por favor que le den algo para calmar el insoportable picor de lo que se llevó a la boca. Aunque recuerde que si usted fuera quien cocinó el plato que se está sirviendo en una mesa de amigos, seguramente no le gustaría que el botarate desubicado de turno empiece a pedirle cosas para agregar porque no confía en su paladar a la hora de la sazón. El tema está abierto, y no es precisamente un asunto fácil. No, no lo es.
(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
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