Homenaje a un periodista gastronómico

Por Alejandro Maglione (*)

El personaje

Tuve oportunidad de conocer a Roberto Fernández Beyro cuando era muy joven, y recuerdo a un hombre erudito, hasta un poco pedante, se podría decir, pero alguien que cuando hablaba se lo escuchaba con atención. Sabía de gastronomía, y sabía mucho.

Nació en 1909 y se fue de gira a mediados de los ’90. Era cascarrabias y no se callaba lo que pensaba ante nadie. Sus columnas en La Nación, recuerdo haberlas leído con fruición. Porque era cocinero, cazador, pescador, sibarita, pero sobre todo periodista. Un hombre que hacía un culto de aquel pensamiento: lo que no se comunica, se pierde.

Escribió un libro, y se lo prologó Silvina Bullrich, que al final pone una frase que solo se le podía perdonar conociéndola bien: «Por esto, porque creo hacerle un favor a la comunidad y por amistad y mi admiración en el arte culinario de Fernández Beyro he aceptado ‘gentilmente’ lo que significa desinteresadamente prologar este libro robándoles tiempo a mis tareas remunerativas o a mi ‘dolce far niente’ ya ganado y merecido».  

En 1941 se enamora de Amelia Bence, la de los «ojos color del tiempo». En una época en que la convivencia sin matrimonio era un escándalo, vivieron su amor de cara a toda la sociedad. Finalmente, se separan en 1944: Roberto le había pedido que se casara con él, se fueran a vivir juntos.y que dejara su incipiente carrera artística. Amelia, por suerte para el cine argentino, se negó a la última exigencia, y la pareja naufragó.

Nuestro hombre supo de cocinas afamadas, como que dirigió por años la del Jockey Club de Buenos Aires; o la del Plaza Hotel. Puso un restaurante en Río de Janeiro, lo cual lo volvió experto en comida brasileña. Fue pionero en instalar su Monty’s en la calle Honduras, de aquel Palermo Viejo -como seguimos llamando a la zona los porteños más viejos- que tuvo un éxito espectacular.

También fue miembro de históricos clubes de gourmets como el Epicure o The Fork Club. En general, cuentan los socios viejos, siempre terminaba peleado, pero, eso sí, de manera muy caballeresca y por motivos gastronómicos.

Anécdota

No digo que esté bien, me atajo de antemano, pero una de las anécdotas que recuperamos con viejos amigos de Roberto como Iván Robredo, Martín Carrera, Jorge Schussheim, lo muestran de cuerpo entero.

Un día en una mesa de 6 en el Monty’s piden un vino de precio de aquella época. El mozo le pone las correspondientes copas de vino, el vino solicitado y tras cartón piden hielo. Se entera Roberto, y va él a la mesa con una bandeja que llevaba vasos de vidrio, un balde con hielo y un vino de cartón. Retira silenciosamente las copas y el vino de precio. Cuando el que manejaba la mesa lo increpa por lo que estaba haciendo, respondió: «En mi casa no se toma un vino como éste con hielo y en esas copas. Por eso, les he traído lo que precisan para tomar vino con hielo.». Los clientes, obviamente ¡se fueron!  

Vichyssoise

Esta famosa sopa, que se suele tomar fría, la mayor parte de la gente creía, y posiblemente siga creyendo, que era una creación de la cocina francesa. Fue Fernández Beyro que explicó delante mío que se trataba de una creación del chef Louis Diat, y que se servía en el Ritz-Carlton de Nueva York. Diat tenía una receta de una sopa que preparaba su madre con papas y puerros, y un día resolvió agregarle algunos detalles -crema de leche y cebolla de verdeo, por ejemplo- y pasar todo por una licuadora, y la sirvió helada. El éxito fue tal, contaba Roberto, que terminó enlatada y vendiéndose por millones en los Estados Unidos.

Otros datos

Nunca explicó el origen de su versión, pero afirmaba sin titubear que los inventores del dulce de leche habían sido los jesuitas en la época de las misiones en nuestro litoral.

Se quejaba de la mala costumbre de reinventar platos y así castigaba por llamar «milanesa napolitana» a un escalope vienés. Seguramente, su sabiduría no había llegado a conocer la historia del restaurante de José Nápoli, donde este plato fue alumbrado a raíz de la quemazón de una milanesa común.

¿Qué diría Adriá?

No sé qué daría por verlo probando la comida molecular. Una vez escribió allá por 1986: «Evidentemente ahora comemos mejor y más limpio, a pesar de la inflación, pero todavía comemos mal y carecemos de una cultura gastronómica.La cocina italiana la hemos aporteñado, los sándwiches de los ingleses evidentemente los hemos mejorado, las hamburguesas ignoradas en Alemania las hemos adoptado furiosamente. Hay una mala costumbre de querer modificar una obra de arte como puede ser un «Stroganoff», unas simples «costillitas de cerdo a la Normanda», ‘una suprema de volaille’ Maryland. Hay que respetar lo que fue una creación magistral, aprender a imitarla, pero no dedicarse a destruirla. Hagamos tradición rescatando nuestro pasado, mejoremos nuestro presente y así podremos crear un futuro mejor».

Sus favoritos

En los ’80 Roberto definió a algunos chefs y restaurantes que consideraba como sus favoritos. Allí declaró como «estrellas rutilantes del firmamento gastronómico» a Ada Cóncaro y Peloncha Perret, de las que destacaba su calidad de cocina, que la encontró siempre asociada a una impronta casera, sin rebuscamientos excesivos. Rendía tributo a Pedro Muñoz, ese maestro que manejara por lustros los fuegos del Plaza Hotel. De éste recordaba que su especialidad originalmente fue la Fiambrería, pero que pronto se hizo célebre por su Boeuf a la Mode, la Centolla Sara o el complicado Meat Loaf Wellington.  

Decía: «Muñoz se queja porque muchas veces se ve en la imposibilidad de preparar los platos que hacían el deleite de Julito Roca, de Saavedra Lamas, del Turco Lagos (abuelo del Gato Dumas, agrego yo), y tantos otros, que eran grandes conocedores y exigían un menú perfectamente ‘réussi’. Hoy la gente viene con poco tiempo y pide bifes con cualquier nombre que se presente.».

Su lista de favoritos incluía al Gato Dumas, aunque le daba un poco de cosa que en su última puesta de restaurante en la Recoleta: «Debemos lamentar que con el afán de ganar espacio se colocaron un exceso de mesas, lo que dificulta el pasar entre ellas y ocasiona la molestia de escuchar la conversación del vecino o el martirio del humo de los cigarros y cigarrillos.».  

Adoraba el «Catalinas» de Ramiro Rodríguez Pardo, a quien elogiaba en esos años el que se hubiera decidido a tomar vuelo propio y defender sus colores. Señalaba los altibajos del Au Bec Fin de la calle Vicente López, pero elogiaba los esfuerzos de la Beba Granados por mantenerlo a flote. Su pluma rindió tributo al nombrado «Turco» Lagos, a Alberto García Victorica, a Pepe Eizaguirre, a Guerchunoff. Menciona las enseñanzas de Marta Beines y Alicia Berger; habla de una humilde pero conocedora Otilia Kusmin, y la sabiduría de Marta Katz.

Finale

Tengo la sospecha de que llegan los tiempos en que maestros como Fernández Beyro serán recordados y revalorizados, sobre todo por los sub 40, para quienes buena parte de las personas y lugares que menciono en esta nota, posiblemente le resulten extraños. Un criticón inveterado, así elogió lo que sucedía en las cocinas de los ’80: «Se mudó de lo artificial, lo excesivo, lo pesado para lo espontáneo, lo sencillo, lo natural. Vemos desaparecer los castillos de azúcar y chantilly, los pavos fulgurantes de oropeles, los salmones desbordantes de mayonesa, para dar lugar a platos individuales dignos de un Gauguin, de un Van Gogh o de Dali. Considero que la modificación de las normas clásicas sólo pueden ser realizadas por aquellos elegidos que han sido dotados de ese raro don que sólo aparece de vez en cuando».

Roberto fue una suerte de Dante Panzeri de la gastronomía, pero cada vez que escucho a alguien hablar de él, siempre termina su comentario expresando que lo extraña. ¿Qué mejor homenaje? 

(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
[email protected] / @crisvalsfco

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