Jujuy pide cancha

Por Alejandro Maglione (*)

Decíamos ayer

En la nota anterior a ésta, le contaba que visité Jujuy para husmear que andaban haciendo en su III Semana Gastronómica, y concluía compartiendo la impresión de que los jujeños están decididos a tener un espacio destacado en el mapa gastronómico de nuestro país, apoyados en la variedad y calidad de sus productos, como en una generación de jóvenes chefs, que fundan y dirigen escuelas de gastronomía para contagiar su entusiasmo a las generaciones que vienen debajo de ellos empujando por un espacio en el negocio del Turismo Gastronómico.

Turismo gastronómico

Justamente la relanzada COTAL (Confederación de Organizaciones Turísticas de América Latina), ha tomado como una de sus renovadas banderas el de promocionar aquellos países, regiones o lugares que se destaquen con una propuesta gastronómica que se ofrezca con criterios de máxima calidad y razonable originalidad. Pareciera que la Secretaría de Turismo de Jujuy se propone barrenar esta ola. Seguiremos viendo que tiene con qué.

Almuerzo a 3.700 metros

Hay que salir tempranísimo de la ciudad de Jujuy en dirección a la localidad de Purmamarca, ubicada en el corazón de la Quebrada de Humahuaca. La Quebrada ha adquirido una notoriedad mundial al ser declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, y los jujeños están viendo bien qué es lo que van a hacer con esta distinción. No cualquiera tiene una formación geológica colorida como pocas en el mundo, y que diga: «Hace 600 millones de años era el fondo de un vasto mar salado».  

De Purmamarca se sale de forma perpendicular hacia el oeste por la ruta nacional Nº52, trepando sin cesar durante 126 Km., recorriendo en total desde la ciudad de Jujuy unos 190 km., hasta alcanzar los 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar, luego de recorrer la Cuesta de Lipán. El cielo es de una transparencia fabulosa y el aire se percibe de una ligereza sutil, desconocida para un grupo de porteños. Los movimientos deben ser todos lentos, cuidadosos, sin la más mínima agitación. El sorojche o mal de altura, acecha a los sensibles a la disminución del oxígeno en el aire.

Por fin, llegamos al salar que se conoce como las Salinas Grandes, un paisaje que muchos seguramente reconocerían, porque ha sido utilizado para filmar varias publicidades. Un par de kilómetros en su interior, vemos una edificación hecha con bloques de sal, donde se venden bolsas de sal purísima y algunas artesanías talladas en trozos de la misma sal.

De pronto en el silencio más absoluto, se escucha una motocicleta, en la que llega un poblador de nombre Santiago, que nos guiará hasta donde se había instalado una carpa abierta, que nos protegería de los impiadosos rayos solares, mientras almorzábamos sentados en bancos hechos de bloques de sal, al igual que la mesa donde apoyábamos nuestras cazuelas. Santiago pasa su vida en ese paraje, y me causó gracia -como motociclista que soy- que en lugar de casco, usa un enorme sombrero de ala anchísima, para protegerlo de alguna forma de ese sol prístino que no conoce de nubes que lo nublen.

Ya instalado y con cocciones avanzadas, estaba el chef jujeño Gabriel Visuara y sus ayudantes, quien nos explicó que en esa altura el cocinar cualquier cosa lleva horas y horas, lo que a nivel del mar lleva minutos. Por eso lo de venir con muchas preparaciones ya encaminadas y a las que restaba solamente calentarlas. Gabriel ya tenia previsto que bebiéramos un api, la bebida semejante a la chicha morada peruana, pero con una consistencia mucho más densa, hecha en base a mote morado. Mote es el término local para llamar al maíz.

Y así Gabriel, que se formó en la escuela gastronómica Azafrán de la ciudad de Córdoba, nos siguió ilustrando con términos culinarios autóctonos como chancar que lo usan para referirse al machacar algo. Su actividad gastronómica es incansable, porque tiene un catering; da clases en el instituto ICI de Jujuy, y tiene la concesión de la confitería del Teatro Mitre en la misma ciudad. Teatro que, Adrián, nuestro guía, nos aseguró que es el más antiguo en funcionamiento de nuestro país. Parece que integra el paisaje de la ciudad de San Salvador de Jujuy desde 1904.

Con paciencia nos fue mostrando el proceso para utilizar el charque de llama; nos ilustró sobre la preparación del chuño -la papa disecada típica de la Quebrada-. Su receta del guiso de cordero es simple: en la cazuela de barro se comienza por un caramelo rubio hecho con aceite y azúcar, se agrega cebolla, la carne y la quinoa «adelantada» -precocida-. Se desglasa la preparación con vino, se agrega caldo, mote y papas, y se cuece con paciencia.

Preparó unos tamales, comenzando por «moler» un maíz especial en una máquina de picar carne, para no ponerse a trabajarlo con el mortero, actividad no aconsejable a esas alturas. El maíz ya estaba cocido con un poco de cal, porque es una variedad que se consume con los granos pelados. Con esto se obtiene una pasta, que irá rellena de charque de llama deshilachada. Si se usara carne disecada con hueso, hay que llamarla chalona. Uno de los trucos culinarios que más me llamó la atención es que el tamal se hace con hoja seca de chala, y si se trata de la humita en chala, se deben usar hojas frescas.

Gabriel se divierte contándonos que entre sus creaciones está el merengue italiano hecho con miel de caña; o haber logrado una masa filo oscura a partir de haber mezclado harina de trigo con un 30% de harina de maíz morado.

Nada amilanó a los comensales, que alternaban el ponerse al sol para calentar su cuerpo, buscando prontamente refugio en la sombra protectora. De algo quedamos todos convencidos: el momento fue mágico, e integramos un grupo que ayudó a que todo transcurriera amablemente. A mí me quedó ganas de repetirlo en cuanto se me presente la oportunidad.

Bodega Dupont

Hablando de momentos mágicos, visitar la única bodega de la Quebrada, hizo su aporte a seguir experimentándolos. Fernando Nandi Dupont había dejado todo acomodado para que pudiéramos tener una visita enteramente satisfactoria. Nos bastó conocer a Amelia Janco, su mujer, una lugareña preciosa, que apareció envuelta en un poncho rojo y caminando con un glamour digno de la pasarela de moda más afamada.

Amelia tiene una forma de hablar, lo que se llama «un decir», que muestra el contagio con la paz que se respira en el lugar. Me pareció que no caminaba, sino que se deslizaba por el paisaje, mientras nos mostraba los límites de una finca que tiene 20 hectáreas en total, y 5 que están plantadas con cepas Malbec, Cabernet Sauvignon y Syrah.

Cualquier técnico le hubiera dicho a Nandi que estaba absolutamente loco si pretendía sacar algo de un lugar tan inhóspito, tan falto de fertilidad, con carencias recurrentes de agua, y todo lo que tiene que decir un técnico para ponerle un freno de mano al delirio de un emprendedor tenaz. Pero el técnico que se transformó en consultor fue Marcos Etchart, y aseguró que «algo» se podría hacer, siempre que se consiguiera agua suficiente. Porque a pesar de estar casi sobre el lecho del Río Grande, éste tiene un régimen hídrico muy pobre la mayor parte del año.

Fernando mandó a hacer un pozo, batalló con una bomba que no acertaba a acercar el agua suficiente, marchó hasta Punta Corral, donde los lugareños peregrinan todos los años a agradecerle a la virgen que apareció en aquel paraje, y el agua apareció, la bomba funcionó, y hoy el riego por goteo testimonian este éxito de haber combinado la ciencia con la fe.

Pruebas al canto, su vino Punta Corral 2010, un assemblage de las tres cepas presentes en el lugar, se alzó con 94 puntos Parker. Los agoreros de ayer, siguen sin saber dónde meterse. No obstante, el vino de alta gama es el Pasacana, hecho mayoritariamente con Malbec. Su nombre se lo debe al fruto -«higo»- del cardón, planta omnipresente en el lugar y que se yerguen entre los viñedos. Imagino, por su tamaño y atendiendo a que crecen un centímetro por año, los que están a nuestra vista son varias veces centenarios. La oferta de la bodega se completa con un rosado, el Rosa de Maimará, una auténtica delicia.

Vale muchísimo la pena acercarse hasta el paraje San Pedrito, cruzando el río frente a Maimará, y volverse admirador de esta bodega insignia de Jujuy, fruto del tesón de un porteño que devino en quebradeño como el carnavalito, seducido, seguramente, por la dulzura de Amelia. Quiero volver a esta bodega, por todo eso: por el paisaje, el vino, Amelia y la hospitalidad de Fernando. Los motivos sobran, como se puede ver.

Conclusión

Hay que volver con más frecuencia a Jujuy, porque es tanto lo que hay para contar de lo que se puede visitar y conocer, que los dedos corren sobre el teclado vertiginosamente, desafiándome a que insista sobre el asunto lo antes posible. Quizás esto no empiece recién, pero ciertamente falta todavía que corra mucha agua bajo el puente para que haya terminado.

(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
[email protected] / @crisvalsfco

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