Por Alejandro Maglione (*)
La cuestión
Es un hecho que en forma casi imperceptible hemos ido incorporando hábitos que nos alejan de lo que se pueden considerar conceptos próximos a una buena calidad de vida. Hábitos cotidianos que por su recurrencia han pasado a ser parte de nuestro paisaje sin que siquiera los advirtamos o nos atrevamos a cuestionarlos.
Un día recortamos las patas de la mesa del comedor y transformamos el antiguo living-comedor de los avisos inmobiliarios en un ambiente más, sin denominación que lo identifique para una actividad determinada. Ausente la mesa, fue más fácil invitar al televisor a presidir nuestras comidas, en familia o en soledad. Desaparecida la mesa, el siguiente golpe de furca fue directo a la cocina: ¿para qué cocinar con los estupendos deliveries que existen al alcance de cualquier casa o departamento?.
Todos estos movimientos, propios de la vida en grandes ciudades, que nos succionan de cualquier intento de darnos tiempo para la comensalidad y nos arrojan en los brazos de un vértigo que nos devuelve rápidamente al abrigo individualista de la pantalla iluminada, ya sea del televisor o de la computadora, donde no es necesario estar cruzando miradas, y menos aún, comentarios con los restantes miembros de la familia o habitantes de la casa. La sobremesa, por lógica, fue la siguiente víctima propiciatoria. El comer pasa a ser una obligación alimentaria y descarta la pérdida del tiempo necesario para el disfrutar.
El cocinarnos
La sabia máxima de Hipócrates: «De tus alimentos harás una medicina» es un auténtico vaivén. Viene la moda de tomar cuidado de la comida que llevamos a nuestra boca, se aleja y se cambia por otra donde el fast food nos pasa por arriba. Vuelve la toma de conciencia y comenzamos a elegir los lugares donde se nos propone comida sana en base a productos naturalmente conocidos. Vamos y venimos.
Pero nos olvidamos que la auténtica comida sana salía de la cocina de nuestras abuelas o nuestras madres en nuestras propias casas . A veces dudamos de poder replicar en nuestras cocinas algunos de los platos que tienen esos sabores maravillosos en los restaurantes. Quizás lo sabemos y preferimos ignorarlo, quizás no lo sabemos para nada, pero uno de los secretos mejor guardados de la sabrosura suele estar basado en el hábil uso de la grasa o de ciertos exaltantes de sabores que están fuera del alcance de la alacena común.
Hoy que está la moda de utilizar en el arte el término «intervención» para cualquier cosa que no sea pintar un cuadro o cincelar una escultura, no recordamos que la primera intervención que le produjimos a nuestro organismo es la ingesta de alimentos, que a través de nuestra boca pasan del medio externo a nuestro íntimo medio interno. Y la boca es el gran árbitro que viabiliza o interrumpe ese tránsito, midiendo la textura, temperatura, sabor y otros tantos indicadores que provocarán nuestra inmediata aceptación o rechazo de la ingesta que se nos propone.
De donde se desprende que el cocinar en la casa nos permite conocer de antemano y de manera detallada de qué se trata lo que vamos a comer cuando nos sentemos a la mesa . Aquello que decía el reconocido sociólogo Lévi-Strauss acerca de que la comida no solo debe ser buena de comer, sino también buena de pensar.
Establecer un día en que la familia cocina junta, teniendo en cuenta que hoy las familias han acercado al hombre a la cocina familiar, sin desmedro de su masculinidad. Por el contrario, ha pasado a ser como permitirse un placer que antes se consideraba que estaba vedado para quienes pretendían ser la máxima autoridad del círculo familiar. El hombre disfruta de cocinar y recibe el juicio de sus seres queridos sobre el acierto o no en la ejecución de tales o cuales recetas. Los alimentos siempre tuvieron un sentido simbólico, tanto individual como social, y estos gestos son bálsamos para un afectuoso comportamiento colectivo.
El vino en la mesa
Personalmente, cuando recomiendo el consumo de vino no lo pienso en cuanto bebida alcohólica, sino como parte de la alimentación y un acompañamiento ineludible de una buena mesa. Siempre pienso en un consumo cauteloso, placentero, como un factor cierto de integración social en una mesa familiar o de amigos, atendiendo a que genera efectos sobre nuestra psicología y fisiología, con efectos temporales directos al momento en que lo estamos compartiendo.
No puedo recordar el autor que leí hace mucho que lo consideraba un lubricante social. El pensador lo consideraba, como lo es, un inhibidor natural de las barreras que impiden un comportamiento más espontáneo en nuestras relaciones sociales. Si lo tomamos como un compañero moderado, ciertamente nos ayudará a superar las dificultades de comunicación que puedan presentarse. Si la moderación es ignorada, lógicamente sobreviene un desafío y hasta ignorancia de un orden social predeterminado, pasando de lo placentero a la grosería en un abrir y cerrar de ojos. Ese «ayudar a soltar la lengua», tiene el agregado de considerar cuidadosamente el «para qué». Un para qué, que tiene que sumar a los buenos momentos, y no arruinarlos.
Cuando hablo del vino, también pienso en esas sobremesas de familias italianas donde la grappa acompaña la llegada del café . Especialmente en el interior de nuestro país, sigue siendo un hábito que en ese momento, particularmente los hombres, suelen abordar una copa de whisky, otro poderoso factor de atenuación de los frenos inhibitorios sociales o relajador lingual.
Volver a cocinar
Retomando la idea de reinstalar el hábito del cocinar en familia, imagino recetas sencillas como unos ñoquis de papas, donde hasta los niños pueden meter sus manos en la harina, sintiendo que compiten con los mayores en la velocidad y calidad de amasado. Una cálida competencia entre los «ñoquis de ellos» y «los nuestros».
Con tiempo, viendo y tocando cada producto que vamos a utilizar, y compartiendo con los más jóvenes los conocimientos que tenemos sobre cada uno. Los más viejos recordamos esas cocinas espaciosas, donde se comenzaba a trabajar temprano, empezando por preparar las sopas que constituían un obligatorio primer plato . Un terreno dominado por aromas y sabores. Por un bullicio preciso que salía de las tablas de picar; de cacerolas que se entrechocaban al salir de los armarios; de órdenes y contraórdenes sobre dónde colocar o hacer tales y cuales cosas. Donde se controlaba la llegada a tiempo del pan que se había encomendado a alguien ir a comprarlo.
Y finalmente sentir ese placer de ver a los que queremos, disfrutando del resultado de nuestro esfuerzo ; contestando con orgullo, por nuestra parte, las consultas sobre los secretos de tal o cual salsa; sobre el origen de un gusto determinado o el lugar donde comprar un producto que formando parte de nuestra preparación, genera la satisfacción resultante de quien comparte sus conocimientos para perpetuarlos, porque sabemos perfectamente que el conocimiento que no se comparte, simplemente se pierde.
Redondeando
Volvamos, aunque sea de vez en cuando, al hábito de cocinar en nuestras casas ciudadanas. Recuperemos el uso de la mesa como lugar de encuentro donde los individualismos ceden paso al compartir y al intercambio de experiencias cotidianas . Sigamos con una linda sobremesa, manteniendo los celulares apagados, porque, aunque cueste creerlo, la vida continúa cuando las baterías se agotan.
Dramatizando, creo que hacer todo o parte de esto, es un paso gigantesco que nos lleva al vivir y dejar de lado por un largo rato el sobrevivir cotidiano.
(*) Nota de Alejandro Maglione para ConexiónBrando
[email protected] / @crisvalsfco